“…mi casa será llamada Casa de oración
para todos los pueblos.”
Isaías 56, 7
Mis hermanos y hermanas en Cristo:
¿Cuál es la línea divisoria entre nosotros? ¿Es estar usando una mascarilla o no usarla? ¿Es tener o no tener comida? ¿O vivir en una sección de la ciudad en lugar de otra? ¿Es el color de la piel? ¿Es una denominación religiosa en lugar de otra? ¿Es la nacionalidad de uno en lugar de la de otro? ¿Es el partido político al que profesamos? ¿Es viejo en lugar de joven?
Desde el principio de los tiempos y a lo largo de los siglos, Dios nos ha llamado para sí y nos ha declarado sagrados porque somos “la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, y sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin fue creado, y ésta es la razón fundamental de su dignidad” (CCC 356). “Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona, no es solamente algo, sino alguien” (CIC 357).
A lo largo de su caminar por la tierra, Jesús vivió el ejemplo de la inclusión. Él sirvió a personas de diferentes nacionalidades, religiones, estatus económico, habilidad y estatura. Los llamó a todos para sí. Él curó al siervo del centurión romano y cruzó a la Decápolis para predicar y alimentar a miles. Jesús no excluyó al “otro” de Su presencia. Cuando excluimos a las personas debido a sus diferencias, no estamos viviendo nuestra fe como Jesús nos enseñó a vivirla.
Sabemos que el ministerio de Jesús estuvo salpicado de discordia. La gente no estaba segura de quién era Jesús en realidad. La política creó su propio subterfugio con el propósito del Mesías. Los fariseos pensaban que el Mesías debería ser un Rey, no un humilde carpintero o predicador itinerante, confiando en la bondad de los demás para Su sustento físico. En algunos aspectos, Jesús era el marginado porque era judío o por su fe en el único Dios verdadero.
Dios nos llama a contagiar al mundo de esperanza. En nuestra profesión de fe, en nuestro amor a Dios, no hay cabida para la infección del odio. Las palabras que hablamos entre nosotros deben ser un refugio de esta esperanza. Nuestras conversaciones deben reflejar el amor de Dios. Las palabras pueden incluir o dividir. El Papa Francisco nos anima a “prestar atención a la frecuencia con la que repetimos y acentuamos determinadas palabras”. Entonces descubriremos si nuestras conversaciones, nuestras publicaciones en Facebook, nuestros textos, nuestras fotos, transmiten la dignidad de todas las personas. Entonces descubriremos si nuestra casa es una oración para todos los pueblos.
¿A quién te resulta difícil agradar o aceptar? Jesús desafía nuestras divisiones y límites con los brazos abiertos para dar la bienvenida. En la Plegaria Eucarística escuchamos esas extraordinarias palabras: “Cumpliendo Tu voluntad y ganando para ti un pueblo santo, extendió Sus manos mientras soportaba Su pasión, para romper el vínculo de la muerte y manifestar la resurrección”.
Que cada uno de nosotros extienda sus manos, su corazón para ganar para Él un pueblo santo, llevando a todos al abrazo de Dios para que nadie se quede fuera. Que esta ofrenda sea una casa de oración para todos los pueblos.